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Pago de la Costa, en San Isidro

-- Actualización al 15/02/2018: CERRADO --

La noche había arrancado mal, por que nuestra idea para esa ocasión era ir a comer comida hindú. Para ello fuimos al bajo de San Isidro, donde el año pasado habíamos tenido la oportunidad de conocer un restaurante hindú muy bueno (cuyo nombre ahora no recuerdo). Pero, como suele ocurrirnos más a menudo de lo que quisiéramos, lo encontramos cerrado.
Como no quisimos resignarnos a volver a casa con las panzas vacías, comenzamos a buscar otro restaurante por la zona. En el bajo de San Isidro, particularmente sobre las calles que van desde el Tren de la Costa hasta el puerto, hay numerosas opciones, si bien no son muy variadas gastronómicamente hablando; básicamente, parrilla y pastas, y creo que algún sushi.
Después de dar algunas vueltas manzanas recalamos en Pago de la Costa, restaurante que, además de parrilla y pastas, ofrecía mariscos como opción. No es algo tan exótico como la comida hindú, pero a falta de una mejor opción, vino bien para salvar la noche.
El menú nos sorprendió gratamente, ya que, además de pescados y mariscos, había platos fuera de lo común, como goulasch o raviolones de centolla con salsa rosa. El goulasch no estaba a la altura del que se podría encontrar en un restaurante húngaro o suizo; de hecho, en vez de spatzle venía acompañado por ñoquis comunes y corrientes. No niego que estaba rico y abundante, pero distaba un poco de ser un auténtico goulasch. Los raviolones de centolla no estaban mal, si bien la presentación no le hacía honor al plato: fueron servidos en una cazuelita que, si bien fue útil para mantener la temperatura, no ayudó al atractivo visual del plato.
El resto del los platos servidos (destinados a los chicos) cumplieron con creces las expectativas: rabas, milanesa de pollo y chorizo.
En cuanto a las bebidas, hubo un par de opciones en el menú que llamaron mi atención: sangría y clericó. Acompañar la comida con sangría, en lugar de un tradicional vino, fue una variante original que nos dejó un grato recuerdo de aquella cena.
Más allá de la parte gastronómica, el lugar tiene varios aspectos a su favor: una gran capacidad, distintos ambientes para distintos gustos (mesas interiores y exteriores, algunas de estas últimas al aire libre, otras bajo una galería, y otras bajo una parra), estacionamiento propio, juegos para niños y un estanque con patos sobrealimentados con los pedacitos de pan que les arrojan los pequeñuelos. Afortunadamente, en el menú no había platos con pato...
Un detalle muy favorable (que probablemente sea mérito de la moza que nos atendió) fue el hecho de que los platos de los niños salieron enseguida, cosa de que pudieran comer sin esperas e irse a los juegos o a ver a los patos, dejándonos a los adultos disfrutar tranquilamente de la cena.
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La Tortuga de Pacheco

Restaurante Parador

Hay restaurantes que se caracterizan por la delicadeza de sus comidas; por el logro de un balance armonioso entre atractivo visual y de sabores; por que sus platos sean verdaderas obras de arte. No es el caso de La Tortuga de Pacheco.

No quiero decir con esto que sus comidas no sean de buena calidad. Al contrario, sus comidas son muy buenas, pero si hay algo que no son, es delicadas.

Para resumirlo: La Tortuga de Pacheco es un lugar para ir a comer bien, abundante y frito. Debo decir que es uno de los pocos lugares en donde me atrevo a comer milanesas, rabas, papas fritas, cornalitos y otras frituras sin miedo a que me destruyan el hígado o a requerir una dosis triple de Mylanta o Rennie.

Claro, la comida no es apta para personas que deban cuidar su colesterol o su peso. Pero es rica. Y es difícil dejar los platos vacíos, ya que la abundancia de los mismos hace que siempre quede, como mínimo, una docena de papas fritas sin comer.

Para los que disfrutan probando un poco de todo, son recomendables las picadas y las fritadas, pero téngase en cuenta que son para compartir. Para valientes: bondiola “La Tortuga”; es un sandwich de bondiola con más ingredientes de los que uno se atrevería a poner entre dos panes.

Más allá de la comida, el lugar invita a ir en grupos numerosos, con la misma idea de quien va a un parador en la playa. Hasta tiene una barra de tragos. Sólo le falta la arena y el mar.

Tiene un salón de gran capacidad, con una pantalla gigante y un par de TVs en donde siempre se puede ver algún partido de fútbol. La acústica del salón no es buena, por lo que es preferible ocupar las mesas exteriores si lo que se desea es acompañar la comida con una amena charla. Estas mesas exteriores están dispuestas en un amplio parque con vista a la plaza de Pacheco y a la heladería Kalhúa (dicho sea de paso, los postres no son el fuerte de La Tortuga, razón por la que muchos optan por obviarlos y cruzarse hasta la heladería después de pagar la cuenta).
Recomendación: ir a cenar una noche de semana durante el verano, ocupando una de las mesas del parque. Es una experiencia relajante, que permite imaginar que uno se encuentra en un lugar vacacional.



Un punto importante: el lugar cuenta con un amplio espacio de juegos para chicos, con maquinitas y un gran barco pirata, capaz de mantener a los chiquilines entretenidos por un largo rato. Este espacio es vidriado y visible desde muchos ángulos, de forma tal que los padres puedan vigilar a sus críos desde una distancia prudencial, mientras disfrutan de una cena tranquila. El único inconveniente es que algunos de los juegos funcionan con fichas que se compran en la caja del restaurante, cosa que genera un constante ir y venir de niños que exigen a sus padres dinero para comprar más y más fichas.
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