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Restaurante García - Carrasco, Montevideo, Uruguay


Fachada del restaurante García, tomada en una noche lluviosa.
Fachada del Restaurante García, tomada en una noche lluviosa.
Primero que nada: ¿“García”? ¿En serio? No tengo nada contra los García, pero podrían haber buscado un nombre más original. Al margen del nombre, el lugar es elegante y con buenos platos (carnes, pastas, pescados, etc.). Y caro. Realmente no sé qué tan caro, por que para los argentinos que viajamos al exterior es difícil saber cuánto cuestan las cosas. Por el asunto del cepo cambiario y todo eso. Pero yo hacía la conversión al tipo de cambio que vi en el aeropuerto, y todo me parecía demasiado caro. Por suerte no tenía mucha hambre.

Según el tipo de cambio del aeropuerto, casi todos los platos superaban los 100 pesos argentinos, y eso para mí es demasiado. Buscando lo más económico del menú, me encontré con la pizza.

Las opciones de pizza me trajeron remembranzas de mi niñez, cuando pasaba los veranos en Uruguay. Recuerdo que había dos opciones de pizza: pizza (o sea, masa con salsa de tomate) y pizza con muzzarella (masa, salsa de tomate y muzzarella). Bueno, desde entonces las cosas cambiaron un poco. Había cuatro opciones: pizza, pizza con gusto, pizza con muzzarella, y pizza con muzzarella y gusto.

Pizza con jamón y morrones - Restaurante García
Pizza cuadrada y recuerdos de antaño

Opté por esta última opción. Al fin y al cabo, si voy a comer pizza, mejor que sea con gusto... El mozo me explicó que lo de “gusto” podía traducirse en jamón, palmitos, aceitunas, morrones, etc. Mi opción fue jamón y morrones. Y para tomar, un “liso” (que en uruguayo significa “vaso de cerveza”).

La porción cuadrada de pizza –cuya forma también me traía reminiscencias de las vacaciones de mi niñez– podría decirse que me llenó. Pero me quedaba algo de espacio para un postre, por lo que llamé al mozo y le pedí un flan de coco y un café. El flan de coco resultó algo empalagoso para mi gusto, pero igualmente rico.

Postre (flan de coco) y café.
Postre (flan de coco) y café
Con postre y todo, la cuenta ascendió como a 380 pesos uruguayos. Tuve la suerte de poder pagar con tarjeta de crédito y que no me la rechazaran por falta de fondos. Cuando después miré el resumen de la tarjeta observé que esos 380 pesos uruguayos se habían traducido en poco menos que 20 dólares. Lo cual resultó menos caro de lo que pensaba. Quizás en un próximo viaje tenga la oportunidad de volver y pedir algún plato un poco más sofisticado que una simple porción de pizza.
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Yoko’s, comida oriental en Maschwitz

Es lógico ir con desconfianza a comer comida oriental a un restaurante en el que no se ve ni a un solo chino o japonés. Por suerte, en este caso la desconfianza fue infundada, ya que tanto el chow-mein como los arrolladitos primavera y el sushi que comimos no tenían nada que envidiarle a los platos equivalentes que se pueden encontrar en restaurantes auténticamente chinos o japoneses.

Pero seamos francos. La verdadera razón por la que decidimos a comer en Yoko’s fue un argumento de peso cuando se está en plan de gastar poco: los chicos comen gratis. Así como suena. Los fines de semana al mediodía, los chicos hasta 11 años pueden comer sin pagar, pudiendo elegir entre patitas de pollo con papas fritas en forma de caritas, y chow-mein (fideos salteados) con pollo o carne. En nuestro caso optamos por el chow-mein, que a pesar de ser gratis, estaba preparado con mucho esmero. Y como era bastante abundante para Pablito (el único beneficiario de la promoción, ya que todos los demás tenemos más de 11 años), lo terminamos comiendo entre todos.

A la hora de los postres, la lista de opciones no es muy llamativa, y hasta la misma moza lo reconoció. Nos pedimos dos bochas de helado para repartir entre los cuatro, que resultaron ser diminutas, pero ricas (parecía helado de Munchi’s, lo cual es muy posible, dada la proximidad con Escobar).

La ubicación: Yoko’s se encuentra dentro de una especie de “shopping rústico” llamado Mercado de Maschwitz. Es un sitio curioso, en donde la palabra “vintage” está omnipresente, tanto implícita como explícitamente. El lugar quiere parecerse a los pintorescos y laberínticos caseríos de la Boca; solo que las construcciones de la Boca tienen cientos de años, y las del Mercado de Maschwitz probablemente no tengan más de un año. Y se ve que al shopping le va bien, por que se está extendiendo con nuevos locales y pasillos que lo harán aún más laberíntico de lo que es ahora.

Además de Yoko’s, el Mercado de Maschwitz tiene otras ofertas gastronómicas, como por ejemplo Ley Primera, una parrilla cuya ambientación vale la pena una visita, aunque sea para comer sólo un choripán.


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The Embers, en Martínez: comida rápida y bien yanqui

Era el día del padre, así que a mí me tocaba elegir a dónde iríamos a comer, y no habría lugar a objeciones. Hacía mucho que quería ir a The Embers. La última vez que había ido a comer allí habré tenido no más de diez años (o sea, hace mucho). Tenía dos recuerdos muy claros de mi niñez relacionados con The Embers: unas sillones de mimbre que colgaban del techo y permitían balancearse mientras uno comía, y las papas rejilla. Así fue como, guiado por el deseo de revivir esos recuerdos, llevé a todos a The Embers.

Cuando llegamos, las dos mesas que contaban con sillones de mimbre colgantes estaban ocupadas, así que al principio enfilamos hacia una mesa común y corriente. Pero en el preciso momento en que estábamos dejando paraguas y abrigos (el día del padre fue lluvioso y frío) vimos que una de las mesas con sillones colgantes se liberaba, así que rápidamente juntamos los paraguas y abrigos y tomamos posesión de la mesa deseada.

Fue un instante emotivo el sentarme en ese sillón colgante y revivir aquél recuerdo tan lejano. El segundo recuerdo (el de las papas rejilla) no lo pude revivir, pero no era tan importante.

A los chicos les encantaron los sillones colgantes, aunque en el caso de Pablo el encanto se esfumó después de un rato, cuando le empezó a resultar incómodo mantener el sillón quieto para comer tranquilo. Es que, como sus pies no llegaban al suelo, la única forma en que podía mantener el sillón quieto era agarrándose de la mesa, con lo cual debía comer con una mano y aferrarse a la mesa con la otra.

Hay que destacar una cosa de este lugar: hace honor al paradigma de la comida rápida. Todos los platos llegaron a la mesa unos pocos minutos después de ordenados. Y los nachos con cheddar probablemente hayan tardado apenas unos segundos. Los platos eran abundantes y su estilo, bien norteamericano. Hot-dogs, bacon (tocino o panceta), banderitas en la comida… todo estaba allí, haciendo revivir recuerdos de mi infancia. La calidad de la comida no era nada especial; las salchichas eran grandes, las porciones abundantes, las hamburguesas bien hechas, pero no había sabores delicados ni preparaciones esmeradas. Sólo faltaron las papas rejilla, vaya uno a saber por qué.

En mi caso, el plato elegido –chile con carne– fue más mexicano que estadounidense, pero fue una buena elección. Es que, con buen tino, supe que en los otros platos sobraría bastante comida como para que pudiera probar un poco de cada uno. Ahora, con respecto al chile con carne, tenía más aspecto de feijoada que de otra cosa… pero como nunca antes había comido chile con carne, no tengo elementos para juzgar si fue auténtico o no. En cualquier caso, estaba rico.

Cuando llegó la cuenta me di un pequeño susto, por que generalmente la comida rápida se asocia con precios bajos, pero en este caso no fue así. OK, era el día del padre y no nos habíamos privado de nada (además de los muchos y grandes platos, pedimos abundantes postres y café), pero confieso que la idea de ir a The Embers estaba, en mi caso, asociada con la de ir a comer a un lugar poco pretencioso y, por ende, económico. De todos modos no fue para arrepentirse, ya que el precio estuvo acorde con lo mucho y bien que comimos.

Y como epílogo, un hecho curioso: en el camino de salida del restaurante nos topamos con la ambulancia de Ghostbusters (quizás era una réplica, pero en todo caso era una muy bien hecha).
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Restaurante Barbarroja, en Escobar (hay que ir con tiempo)

Quizás fue mala suerte, pero no resultó ser una buena experiencia. Habíamos ido hace muchos años, cuando el restaurante estaba en el edificio circular del complejo Barbarroja, y en aquél entonces nos había dejado una agradable impresión por sus platos originales y su ambiente piratesco y novedoso (me acuerdo que los grandes ventanales del edificio le daban al salón una iluminación natural que hacía pensar que uno estaba en altamar). Esta vez, nos encontramos con que el restaurante se mudó a otro edificio del complejo, mucho menos interesante que el que recordábamos, sin aquella iluminación natural (con unas ventanas comunes y corrientes), y supuestamente decorado como un barco... pero si no te lo dicen, es como que no te das cuenta. Los mozos/as están disfrazados/as de piratas, eso sí. Y es precisamente con los mozos que tuvimos el problema.

Quizás fuimos castigados por haber ido un viernes santo a comer productos cárnicos, o quizás por ser feriado había menos mozos que otros días, pero la cuestión fue que prácticamente teníamos que rogarle a los mozos que nos atendieran. Éstos pasaban junto a nuestra mesa ignorándonos completamente. Hasta que le gritamos a un mozo que pasó que por favor nos trajera un menú. Entonces ese mozo llamó a la moza que nos tocaba por la ubicación de nuestra mesa (tal vez si hubiésemos elegido otra mesa, la cosa habría sido diferente) y ésta nos trajo el menú y desapareció nuevamente. Cada vez que la necesitábamos, ya sea para tomar nuestra orden, para traer la comida, para pedirle sal, o incluso para pedirle la cuenta, debíamos llamarla poco menos que a gritos.

La comida es buena, destacándose los platos tipo alemanes (con interesantes variedades de salchichas), aunque no estaban los platos originales que recordábamos de la primera vez que fuimos. Es que, aparentemente, además de cambiar de edificio cambiaron el chef o el estilo de la comida. O quizás concesionaron el restaurante a otra gente, vaya uno a saber. Además no es barato; hay que ir dispuesto a pagar el equivalente a un restaurante con cocina de autor. Y lo más destacable son las cervezas. Por que, para quien no conoce, Barbarroja es ante todo una fábrica de cerveza emplazada en el complejo homónimo que, además de restaurante, tiene un amplio terreno de esparcimiento para quedarse a pasar el día, e incluso unas cabañas (en forma de vagones de tren) para pasar algunas noches. Entonces, volviendo a la cerveza, vale la pena acompañar la comida degustando alguna de las muchas variantes de esa bebida que se ofrecen en el lugar, y antes de irse, pasar por la tienda a llevarse algunas botellas más para seguir tomando en casa. Aunque tampoco son baratas (si no me equivoco, el precio es igual o mayor al que se consiguen en el súper). Lo interesante (que no pude probar, por que yo era el único que tomaba cerveza) son unas chopperas de mesa de distintos tamaños que permiten disfrutar de cerveza tirada durante toda la comida.

Si no fuera por que el almuerzo duró casi cuatro horas, en las cuales la mayor parte del tiempo lo pasamos esperando a la moza (que obviamente se quedó sin propina), la cosa no hubiera estado tan mal. Es que la idea de ese día era comer algo ligero y después quedarnos tomando mate y difrutando del parque del complejo, cosa que no pudimos hacer por que cuando terminó el almuerzo ya se estaba poniendo el sol. Una verdadera lástima.

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Sudeste, en el bajo de San Isidro

Era una ocasión especial. Los niños se quedaban a dormir en casa de la tía, los cual nos dio total libertad para elegir el lugar adonde ir a cenar. Nada de peloteros, juegos para niños o menúes infantiles. Por fin, tendríamos al oportunidad de ir a cenar a un lugar íntimo, tranquilo, a la luz de las velas, y sin tener que comer las milanesas y papas fritas sobrantes de los platos de los chicos.

La opción elegida fue Sudeste, un pequeño restaurante que habíamos visto por la tele zonal hace tiempo, al que siempre quisimos ir pero hasta ahora nunca habíamos podido. Justamente en aquel programa de televisión vimos que el chef (un tal Constantino Astirakakis... ¿griego tal vez?) tenía preferencia por la cocina mediterránea, cosa que nos resultaba bastante atractiva.

El restaurante está emplazado en una típica casa ribereña de San Isidro; una casa rústica pero con un valor inmobiliario que debe haber subido varios órdenes de magnitud en los últimos años (como le ocurrió a toda la zona de la ribera de San Isidro). El espacio destinado al restaurante –la casa está repartida entre el comedor y la vivienda de los dueños, en la parte de atrás– es reducido; no hay muchas mesas, con lo cual no hay que ir sin reservación, salvo que sea miércoles por la noche. Un dato: abre sólo por las noches, de miércoles a sábado. Qué envidia... esta gente tiene un fin de semana que va de domingo a martes...

A pesar de que llegamos media hora tarde, no perdimos nuestra reserva. Cuando llegamos, Don Constantino nos condujo a nuestra coqueta mesa, con vela y todo, justo debajo de una foto artística del río (algo común en restaurantes y bares de la zona ribereña del Río de la Plata). Nuestro sueño de una cena tranquila se vio en parte destruido al escuchar las charlas de alto volumen de una mesa cercana en la que había como seis mujeres hablando de divorcios y otras yerbas... en fin, una circunstancia fortuita, no era culpa del restaurante. Pero no nos impidió disfrutar de nuestra cena íntima.

Lo que nos hubiera dado mayor libertad para disfrutar de la cena hubiera sido tener más dinero... los precios de los platos no son exhorbitantes, pero tampoco son precisamente baratos. Digamos que están bien, para ser cocina de autor. Por ejemplo, nos hubiera gustado pedir alguna entrada (había tapeo, milanesas de muzzarela, ensaladas exóticas), pero para no gastar de más nos limitamos sólo a los platos principales. Y para no quedarnos sin tomar vino, pedimos el más barato... un Newen Pinot Noir, a $ 40 la botella. Un detalle: sin ser experto en vinos, me di cuenta de que la temperatura del mismo era muy alta, aún para un vino tinto. El mozo no tuvo problema en traernos una frappera para enfriar la botella, sin horrorizarse por que quisiéramos enfriar un vino tinto.

Comentario con respecto al servicio: me gustan los lugares atendidos por mozos que no parecen mozos, es decir, que no tienen el clásico delantal blanco y que no actúan como el típico mozo de restaurante, sino más bien como alguien que te invita a su casa y te atiende con suma amabilidad. Bueno, leí por ahí que Sudeste está atendido por sus dueños, así que quizás los mozos eran hijos del chef...

Volviendo al tema de los platos: de acuerdo a nuestra política de no gastar demasiado, nos limitamos a platos por debajo de los $ 60. La carta era bastante variada aunque no muy extensa. Había un par de platos de pastas, otro par de pescados, otro par de carnes, y así. Con esa limitación de no más de $ 60 por plato, comimos un solomillo con chutney de nosequé y unos fetuchini negros con salsa de mar (básicamente, camarones y otras cosas marinas sobre una base cremosa). Muy buenos los dos. El chutney que acompañaba al solomillo estaba picantón y tenía un gusto exótico como a condimento de comida hindú. A los fetuchini les faltaba sal, pero la situación se solucionaba simplemente agregándole dicho mineral.

Decidimos que las limitaciones económicas no nos debían privar de unos buenos postres. Había varias opciones, entre ellas un marquisse de chocolate blanco y negro con crema de café. Y había un especial fuera de menú: cheese cake de maracuyá. Los dos estuvieron deliciosos.

Hubiera faltado un cafecito para terminar la cena, pero a eso también lo dejamos de lado para minizar la cuenta. Así y todo, la suma total fue de $ 211. No es muy alto para un buen restaurante en los tiempos que corren, pero claro, tampoco es para gastarlo en la cena de todos los días.
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