
uzar el puente Pueyrredón, agarrar Av. Belgrano hasta Güemes, ahí doblar a la derecha y buscar dónde estacionar.
A lo del Tano de Avellaneda hay que ir con algo de plata y mucha, pero mucha, hambre. Y si se va un jueves, viernes o sábado, hay que ir con una reserva y, aún así, con pacie
ncia para esperar hasta que se libere una mesa. Ah, y además, hay que ir con un grupo de gente dispuesta a comer mucho, pasarla bien y vivir una experiencia gastronómica desmesurada, al mejor estilo de los banquetes de la aldea gala de Asterix y Obelix.

Las bandejas contendrán chinchulines en su punto perfecto; churrasquitos de bondiola con crema de mostaza; churrasquitos de lomo con muzzarella, y la pièce de résistance (a mi criterio, por lo menos): matambre a la pizza coronado con un huevo frito. Para los más tradicionalistas, también hay asado/vacío de esos que se deshacen en la boca, y algunas otras cosas que escapan a mi memoria.
Cuando todos los comensales dicen basta, después de haberse aflojado el cinturón y desabrochado el pantalón, recién ahí termina el desfile de bandejas repletas de comida. Pero claro, falta el postre. Los postres son los clásicos de una parrilla de barrio: flan, helado, y una opción interesante para los que no tienen que manejar luego de la cena: Don Pedro.
El restaurante cuenta con DJ propio que, cada tanto, interrumpe la música de fondo para hacer sonar el feliz cumpleaños en honor a algún comensal; canción que corean todas las mesas aún sin tener idea del nombre del cumpleañero. Alrededor de la medianoche, cuando en la mayoría de las mesas cesó el desfile de bandejas y la graduación alcohólica en la sangre de la gente está en su punto óptimo, muchos se aburren de estar sentados y se ponen a bailar en los estrechos espacios entre las mesas.

Un consejo: no hay que desafiar al Tano haciendo alardes de tener un estómago a toda prueba. Hay que ir con la idea de que, en algún momento, habrá que rogarle que deje de traer comida a la mesa. De lo contrario, las consecuencias pueden ser desastrosas.