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El Tano de Avellaneda: imposible quedarse con hambre

Por una vez, este cronista sale del habitual circuito gastronómico de Zona Norte para relatar una cena en el mítico Tano de Avellaneda. La experiencia amerita el largo viaje hasta el sur del conurbano bonaerense. De todos modos no es tan lejos; apenas hay que cr
uzar el puente Pueyrredón, agarrar Av. Belgrano hasta Güemes, ahí doblar a la derecha y buscar dónde estacionar.

A lo del Tano de Avellaneda hay que ir con algo de plata y mucha, pero mucha, hambre. Y si se va un jueves, viernes o sábado, hay que ir con una reserva y, aún así, con pacie
ncia para esperar hasta que se libere una mesa. Ah, y además, hay que ir con un grupo de gente dispuesta a comer mucho, pasarla bien y vivir una experiencia gastronómica desmesurada, al mejor estilo de los banquetes de la aldea gala de Asterix y Obelix.

Lo de la paciencia es solamente para esperar a sentarse, puesto que una vez que se consigue una mesa, ya no es necesario esperar más. Enseguida aparecerá el Tano o alguna moza o mozo para dejar en la mesa una bandeja repleta de comida. Las preguntas serán mínimas: sólo querrán saber acerca de las bebidas a ordenar y qué clase de acompañamiento (papas fritas, ensalada, morrones, berenjenas…) prefieren. Lo siguiente será un constante fluir de bandejas con manjares parrilleros propios de los dioses romanos.

Las bandejas contendrán chinchulines en su punto perfecto; churrasquitos de bondiola con crema de mostaza; churrasquitos de lomo con muzzarella, y la pièce de résistance (a mi criterio, por lo menos): matambre a la pizza coronado con un huevo frito. Para los más tradicionalistas, también hay asado/vacío de esos que se deshacen en la boca, y algunas otras cosas que escapan a mi memoria.

Cuando todos los comensales dicen basta, después de haberse aflojado el cinturón y desabrochado el pantalón, recién ahí termina el desfile de bandejas repletas de comida. Pero claro, falta el postre. Los postres son los clásicos de una parrilla de barrio: flan, helado, y una opción interesante para los que no tienen que manejar luego de la cena: Don Pedro.

El restaurante cuenta con DJ propio que, cada tanto, interrumpe la música de fondo para hacer sonar el feliz cumpleaños en honor a algún comensal; canción que corean todas las mesas aún sin tener idea del nombre del cumpleañero. Alrededor de la medianoche, cuando en la mayoría de las mesas cesó el desfile de bandejas y la graduación alcohólica en la sangre de la gente está en su punto óptimo, muchos se aburren de estar sentados y se ponen a bailar en los estrechos espacios entre las mesas.

El epílogo es una regia copa de helado de limón con champagne; ideal para refrescar el estómago luego de una tremenda ingesta cárnica. Luego de eso, a pedir la cuenta, decirle al menos borracho que calcule cuánto tiene que poner cada uno, pagar y salir a las húmedas calles de avellaneda a tratar de encontrar el camino de regreso a casa.

Un consejo: no hay que desafiar al Tano haciendo alardes de tener un estómago a toda prueba. Hay que ir con la idea de que, en algún momento, habrá que rogarle que deje de traer comida a la mesa. De lo contrario, las consecuencias pueden ser desastrosas.
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